Ya habían pasado los días más críticos de la enfermedad de Marianne, pero seguía siendo un misterio la razón por la cual su salud no se restablecía por completo, pese a los esmerados cuidados del doctor. Parecía como si la raíz de sus dolencias se encontrara, más que en su debilidad física, en aquella extraña melancolía en la que se hallaba sumergida desde hacía varios días. Y es que Marianne no había vuelto a ser la misma desde el momento en que escuchara la conversación entre Edward y Arthur en la biblioteca, si bien nadie en la casa sabía lo que había ocurrido, ni siquiera el mismo Edward. Lo único que se hacía evidente era aquel aislamiento y aquella tristeza que cada día se hacían más profundos, y que hacían temer una nueva recaída, de mayores y más graves consecuencias.
Edward seguía de lejos todo lo que sucedía con Marianne, sin imaginarse siquiera cuán relacionado estaba él mismo con las causas de su enfermedad. Siempre había sentido una inclinación natural hacia Marianne, y el tiempo que habían compartido juntos había hecho crecer en ambos ese afecto más allá de la amistad; pero Edward no se había preocupado nunca por averiguar la naturaleza de sus sentimientos, ni la de aquellos que su comportamiento hubiese podido inspirar en Marianne, de manera que ahora, ante la noticia del regreso de Adriana, había desplazado sin esfuerzo cualquier nuevo sentimiento que hubiese nacido en su corazón, para ir en pos de aquel pasado amor que la compañía de Marianne le había hecho olvidar por un momento. Y no se imaginaba cuánto daño le había causado a ella su ligereza, ni cuánto había minado ello su salud, sus ánimos y su corazón.
Marianne, por su parte, había decidido alejarse de todo cuanto pudiese serle familiar. De todo cuanto pudiese revivir en ella recuerdos dolorosos. Era consciente que no podría esconderse para siempre, pero estaba dispuesta a hacerlo mientras le fuera posible, hasta reunir las fuerzas necesarias para no sucumbir a la tormenta de sensaciones que en ese momento dominaba su alma. Por un lado su corazón, de naturaleza sensible y generosa, sufría profundamente el dolor de ver destrozadas sus ilusiones, y luchaba contra sí mismo para resistir aquel golpe y desear sinceramente la felicidad del hombre al que amaba, aunque ello significara verlo al lado de otra persona; pero por otro lado su carácter fuerte y orgulloso no le permitía aceptar tan fácilmente la idea de una desilusión, ni perdonar lo que bien podría considerarse como una burla a sus sentimientos. Se veía atrapada en medio de dos emociones poderosas y totalmente contradictorias, pero en ese momento, debilitada por la enfermedad y por la conmoción, parecían imponerse la rabia y el desamor que la envenenaban, sobre el amor sin medidas que sin duda aún sentía por Edward.
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