Renata subió al autobús que se había detenido frente a ella, su maleta a medio hacer. La voz del conductor cobrando un faltante, la sobresaltó. Rayos, hasta he olvidado cómo tomar un maldito autobús -pensó con ironía-; después de todo, las princesas no andan en camión. Sentada y ya en marcha, vio desvanecerse, a través de la ventana, el vecindario que hacía unos instantes había sido su hogar. Antes de partir, le había servido el café, y él lo había tomado en silencio, sin dirigirle una mirada. Era el último, pensó, pero él no lo sabía… Y ese pensamiento no la conmovió.
Aún recordaba al hombre fantástico con ojos de ébano, sonrisa de ángel y personalidad magnética de aquellos días, con quien se había sentido como la protagonista de una historia de amor. La magia de las mariposas había envuelto sus sentidos, hasta que no hubo espacio para la razón; y así, hechizada por los acordes celestiales de su voz, se había hecho sorda a otras voces alrededor. “Controlador, ¿no? Celoso”. Nada parecía importante. Al poco de ser su novia, habían decidido casarse. Era el perfecto final feliz.
De repente, Renata se sintió sacudida. En un intento por evitar un auto, el autobús había frenado de forma abrupta. “Estúpida” gritó, al otro carro, el airado conductor. Renata había escuchado muchas veces esa frase cuando “él” perdía el control. Es que el príncipe había resultado una mentira. Cerradas las cortinas, no era controlador, sino obsesivo; no era su héroe, sino su enemigo; y ella no era su princesa, sino su esclava. No pasó mucho tiempo para que los colores se convirtieran en sombras sobre sus ojos; y las sedas, en cómplices cubriendo sus rotos brazos de marfil. Yo también debí ver el peligro y frenar –pensó-. Pero no lo hice a tiempo. Y hoy, ya no hay nada qué hacer.
El bus seguía su marcha, y Renata navegaba ahora en el barrio en el que vivía su familia, de la cual se hallaba separada desde que se había casado con él. En las calles, inocentes niñas como ella lo había sido, proyectaban en sus muñecas su sueño más natural. Al verlas, un dolor calcinante, proveniente de su vientre y de su alma, desgarró a Renata. Aún dolía aquel último golpe que días atrás, había acabado con la ilusión que estaba creciendo dentro de su cuerpo; y que había terminado por matarla cuando supo, tras recuperar el sentido y la fuerza, que a cuenta de las lesiones, no tendría otra chance para el regalo que acababa de perder. Gruesas lágrimas recorrieron sus ojos, como en aquel momento. Ese había sido el final. Después de ello, no había habido marcha atrás.
El bus hizo su parada final en la vieja casa de su madre, llevándose los últimos recuerdos de aquella vida infeliz. Al encontrarse, ambas mujeres se miraron, y ello les bastó para hacerse entender. “No te preocupes”-parecía decir su madre-. “Yo estoy contigo”. Renata por fin estaba en su hogar. Instalada prontamente en el humilde cuarto en el que había sido dichosa, y sola por un momento, como deseaba, desempacó su maleta. Un frasco de vidrio, con un fino polvo blanco, quedó bailando entre sus dedos. Sí, aquel golpe había sido el final. Sí, aquel desayuno había sido el último. Dos vidas se terminaron en ese hospital –pensó-. Pero no la mía; no esta vez. Entonces, se recostó en su cama de adolescente aún inocente, aún soñadora, sabiendo que su madre cumpliría su promesa como siempre lo había hecho, y que todavía podía ser feliz. Y por primera vez en meses, Renata se durmió, soñando con ser la heroína de sus libros; aquella que con un café lleno de magia, había cobrado venganza contra el monstruo de sus pesadillas…
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