Aquella noche no pude dormir. Me sentí delirar y dar vueltas en la cama varias veces en la madrugada, abrasado por el calor y por los recuerdos de las últimas semanas; recuerdos en los que parecía sumergirme de manera inconsciente, para hallar una explicación a la extraña situación en la que me encontraba de repente. Traté de conciliar el sueño por todos los medios que me fueron posibles –algunos un tanto desesperados-, pero al darme cuenta que mi ansiedad era inmune a todos mis intentos, decidí abandonar la cama y caminar un rato, en un último esfuerzo por huir de mi subconsciente.
Sin embargo, parecía que al menos esa noche, me iba a ser imposible escapar de mí mismo. No lograba apartar de mi mente todo lo que estaba pasando, quizás por la sencilla razón de que aún no comprendía qué era lo que estaba pasando. Todo se presentaba ante mis ojos como una sucesión de episodios absurdos e incongruentes, en los que me había visto envuelto de un momento a otro, sin una razón aparente, y que habían empezado a minar mi cerebro de una manera silenciosa y progresiva, casi perniciosa. Hasta el momento, no me hubiese imaginado que algo tan aparentemente insulso me afectara de alguna forma, pero mi patética incapacidad para dormir, y la intranquilidad que me tenía vagando como alma en pena a las dos de la mañana –ya habían sonado las dos en el reloj de la sala-, eran pruebas suficientes de que estaba equivocado.
De manera que seguí dando vueltas por un rato más, con mis divagaciones al hombro, antes de decidirme a caminar un poco por el jardín. Se me ocurrió que tal vez el delirio de aquella noche no era más que el producto del calor insoportable que hacía en esos momentos -bajo cuyo efecto se maximizaba hasta el más pequeño de mis recuerdos-, por lo que era probable que el sereno de la noche y un poco de aire fresco me ayudasen a recuperar el sueño que hasta ahora me había sido esquivo. Entonces me dirigí al primer piso con esta esperanza en el corazón, feliz de que pudiese haber una explicación más sencilla y grata a mi insomnio, que aquella cuya solución no estaba en mis manos, y que por estar fuera de mi alcance, prefería descartar como improbable.
Pero mientras descendía la escalera, me llamó la atención un ruido casi imperceptible, que rompía el silencio aparente de la casa. Al principio creí que todo era producto del delirio en el que había estado inmerso durante toda la noche, pero al dejarme conducir por mis sentidos hacia el origen de aquella “perturbación” –finalmente no tenía nada más qué hacer-, descubrí no sólo que el ruido iba haciéndose más fuerte y más definido –casi rítmico-, a medida que me acercaba al estudio; sino que había una pequeña luz saliendo de dicha habitación, como perdida en medio de la oscuridad que la rodeaba. Fue allí cuando sentí regresar de golpe toda la ansiedad que había logrado contener por un segundo, y supe, con extraordinaria certeza, que en ese lugar se encontraba Marianne.
Marianne. Marianne. Marianne. Era inevitable que la sola posibilidad de tenerla de nuevo frente a mí, derrumbara todos los argumentos con los que había intentado engañarme a mí mismo. Medité por un momento la conveniencia de entrar al lugar en el que ella estaba, después de las escenas incómodas en las que se habían convertido cada uno de nuestros encuentros. Sin embargo, mientras pensaba, sentí cómo mi cuerpo se empezaba a acercar lenta y decididamente hacia el estudio, a tal punto que en un instante me encontré a mí mismo frente a la puerta; y comprendí que no podría huir de aquel lugar -por más que lo intentara-, pues había llegado el momento de enfrentar aquello que hoy me afectaba de tal manera, que literalmente me había robado el sueño y la calma.
Esta revelación me hizo respirar tranquilo por primera vez en toda la noche. Me sentí liberado de una vez por todas de la carga que significaba para mi mente el seguir huyendo de mis propios sentimientos. Entonces respiré de nuevo, y reuniendo todas las fuerzas que aún me quedaban, me decidí finalmente a abrir la puerta…
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