Primer Dibujo: Dibuje una persona sin mirar a nadie. No existen limitaciones concretas, sólo la indicación general de "dibujar una persona"
Betty Edwards
Recordarás, querido lector, que la última vez que hablamos de dibujo, ya iba yo rumbo a mi Florencia mental para iniciar el camino a la gloria. Inicié con todo el entusiasmo que puedes imaginar, si has hecho propósitos de año nuevo, comenzado sesiones en el gimnasio o iniciado una dieta. El caso es que busqué un dibujo retador, pero hermoso, que me permitiera arrancar por la puerta grande. Si es un dibujo diagnóstico, quería que doña Betty supiera que puede contar conmigo para grandes cosas.
Sin embargo, creo que me subestimé. Querido lector, debes saber que sufro de dos problemas crónicos que seguramente no te son desconocidos: Un perfeccionismo patológico que no queda contento ni con la perfección misma; y una paciencia que sólo puede verse por fe, o mediante microscopio electrónico de barrido. De manera que, ante las dificultades propias que surgen cuando no logras el resultado que buscas (por aquello de que estás aprendiendo y no sabes, pero no te conformas con absolutamente nada), pues comencé a impacientarme y a darme cuenta que, si buscaba en el dibujo una actividad relajante, estaba al borde del más completo fracaso.
Pasé semanas enteras como una Penélope moderna: desbaratando de noche lo que hacía en el día. El sombrero se ve raro. El cabello no me cuadra. Lo peor, más que los defectos que iba hallando a mi paso, eran los errores que no había cometido aún, pero que, en mi mente loca, ya eran un hecho. Yo no sé dibujar narices. Tengo miedo de hacer la cara y que no se parezca. Eso va a quedar desproporcionado. Cuando termine, va a parecer más un Picasso que un retrato. Finalmente, menos como Pablo Picasso y más como Leonardo Da Vinci (famoso, entre otras cosas, por abandonar proyectos sin terminar), sepulté mi block en el rincón más oscuro de mi memoria y mi escritorio, y pasé la Navidad sin acordarme de nadie, comiendo buñuelos y huyéndole a mi mecenas para que no me regañara. Así, dos meses de la más innata y absurda rebeldía, y todo, por no querer intentar una nariz.
No puedo recordar qué fue lo que me motivó a iniciar de nuevo. Creo que, en mi interior, mirando el Faber Castell 4B que me hacía ojos desde el escritorio, llegó un momento a finales de Enero en el que pude comprender que lo que me estaba frustrando era esa búsqueda absurda de un dibujo perfecto cuando, a la sazón, no sólo estaba apenas en un proceso de aprendizaje, sino que ¡ni siquiera había comenzado! Si no podía con la nariz, en el proceso aprendería a dibujar narices; si las proporciones y las sombras no eran lo mío, era justamente lo que había buscado mejorar. No estaba allí para demostrar mi experticia, sino para identificar lo que debía corregir. Y cuando tomé el lápiz nuevamente, con esa nueva conciencia y esa sana autoindulgencia que me falta el 99% del tiempo, en menos de una semana logré terminar el dibujo. Leonardo Da Vinci había sido vencido.
Sin ser la obra maestra que esperaba, debo decir que quedé satisfecha. Hoy por hoy, mirándolo, le veo mil defectos nuevos, y seguramente, si lo miro mañana, encontraré otros más. Sin embargo, el propósito ha sido logrado: es una persona sin más especificaciones (como pide doña Betty), se parece razonablemente al original (aunque no logré dar con la expresión del rostro), y lo mejor, es un dibujo terminado. Sin comenzar las clases, y sin que la doctora Edwards haya hecho su magia, debo decir que no sólo mejoré en mirar proporciones y trabajar con ellas, sino que me vencí a mí misma y a mis fantasmas, lo cual, sin duda, me servirá a lo largo de este camino. Ya veremos qué nuevos demonios me encuentro en el próximo círculo del infierno.
¿Y tú, qué crees? ¿Hay futuro para mí, o de Da Vinci sólo tengo los demonios?
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