Me he dado cuenta de lo mucho que me cuesta separarme de ti cuando tomas mi mano o cuando nos une un sencillo abrazo. En especial este último. Al principio creo que terminará por sí solo y que nos separaremos una vez el instante llegue; pero el instante no llega, aunque hace rato ya que permanecemos unidos, y entonces me inquieto porque empiezo a sentir que en vez de languidecer y morir, el abrazo se prolonga y se vuelve más intenso, como si entre tus brazos se hubiera detenido el tiempo o éste hubiese dejado de tener alguna importancia para los dos. Y además descubro con sorpresa que superada la confusión inicial que tú también sientes por la prolongación del abrazo, no sólo has comenzado a acostumbrarte a mí, sino a atraerme más fuertemente hacia tu pecho y a recorrer lentamente mi espalda con tus manos inquietas.
Es en ese momento, mientras siento que el pulso se me acelera al sentirte cada vez más cerca, cuando comprendo finalmente que podría pasar el resto de mi vida anclada en aquel instante; y asustada por aquel descubrimiento, decido separarme de ti casi que forzadamente, luchando contra las ganas que aún me invaden de quedarme un momento más entre tus brazos, y palpando tu decepción en aquellas manos que segundos antes me asían con tanta fuerza.
Sin embargo, hemos durado tanto tiempo fundidos el uno en el otro que es inevitable que parte de mi piel se haya ido contigo, y que así mismo me haya quedado a cambio con parte de la tuya, por lo que reanudamos nuestro camino en un estupor y un silencio absolutos, como si estuviésemos unidos por una complicidad culpable y como si el desaforado latido de nuestros corazones intercambiados hubiese sellado nuestros labios.
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