Tú me mataste por dentro, antes que yo a ti. Reclamaste injustamente mi corazón que ya estaba en pedazos, y que no vivía dentro de mí. Que no podía dar, que ya no me pertenecía. Y quisiste guardar el tuyo en un espacio vacío en mi alma, donde nada podía sobrevivir. Ignoraste las alarmas, mis ruegos, mis fantasmas. Y yo ignoré que debía matarte, para poder salvarte. Es que no se le pide amor a la amistad, y ese fue tu pecado; pero no se le pide amistad al amor, y esa fue la culpa que recayó sobre mí.
Clavé mil puñales en un pecho que ya sangraba a raudales, para evitarte llorar. Y fue iluso. Y estúpido. E inútil. Era inevitable que sufrieras, aunque lo intenté. Y cargué la pena por los dos, porque pusiste en mis manos rotas y temblorosas la elección del arma que habría de hacerte daño, y la responsabilidad de empuñarla con precisión; me dejaste la carga de un destino que no me correspondía a mí elegir, porque era tuyo; a mí, que ni siquiera podía dar rumbo a mi propio destino. E hice lo que pude con las cenizas de mí misma, pero fallé porque no quería herirte; y tú me cobraste la falta, sin que la mano te temblara. ¿Recordarás la vida que perdoné, mientras me ves morir? Lo dudo. Porque sólo tienes memoria para sentir que te tocó la punta de la lanza (aunque lo hiciese ferozmente); y nunca viste que el resto de ella, emponzoñada, vivía clavada dentro de mí.
En las veces que acepté este ingrato rol de villana ante el mundo, para defenderte
En las veces que cerré mis labios, para protegerte
En aquellas que callé antes tus injustos reproches, para evitarte sufrir.
Porque aunque lo dudes y hoy me odies, ese corazón en pedazos aceptó quebrarse en otros tantos, para poder cuidar de ti.
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